Aquella carrasposa pregunta, no sirvió más que como elemento de coaptación entre los ronquidos anteriormente emitidos, el regüeldo y los posteriores que, finalmente, fueron a juntarse con el chirriante despertador que tía Ramona había regalado a su Josito para la boda. Y que éste, a su vez, había ofertado como excrex a su oíslo.
Se levantaron e iniciaron una función matutina, para la que habían venido ensayando durante muchos años:
Doña Sacramento, sin prisas, pero con una coordinación perfecta en todos sus movimientos, que ahora acompasaba al ritmo de su lánguido paso, se dirigió al cuarto de baño quitándose por el camino los rulos que le garantizarían un buen modulado a su cabello para todo el día. Allí se desnudó y antes de entrar en la ducha se pesó. Era un ritual diario, sin más. Poco le importaba en realidad los kilos que marcase la báscula, ya que difícilmente los recordaba diez minutos más tarde. Lo que sí tenía importancia para ella era cuando, acto seguido, abría la portezuela del viejo armario de baño y en medio de los surcos que el óxido había ido dibujando con el transcurso de los años, aparecía su figura virtual: Esas cartucheras...
Don José, por su parte, se dirigió a la cocina, y recogiendo los cacharros que quedaron en la mesa de la noche anterior, los depositó en el fregadero, para a continuación espolvorearlos con las migajas que restaban en el mantel de cuadros. Luego puso de nuevo el mantel en la mesa, cogió la bolsa de pan tostado industrial de encima de la tostadora y lo sirvió para el desayuno.
(La tostadora hacía ya tiempo que no funcionaba, pero, ¿se podía imaginar alguien una cocina sin una tostadora?, ¿acaso no aparecía en todas las películas de Paul Newman, de Elizabeth Taylor, Cary Grant, Marilyn Monroe o Katharine Hepburn y Spencer Tracy?. Sin olvidar, desde luego, las de Doris Day y Rock Hudson, donde tan imprescindible era el ampo teléfono en la habitación, como la tostadora cromada y de formas convexas en la cocina. En realidad se trataba de uno de los muchos referentes que el cine les había regalado a sus vidas).
En el ínterin en que él dispuso las cosas para el desayuno, ella se duchó, y, cuando volvió a la cocina envuelta en la toalla playera, el marido se fue rememorar a Gene Kelly por espacio de diez minutos, dejándola a ella preparar el café.
Por la ventana, mientras fregaba, la hacendosa ama de casa, vio como su marido, trotando sobre un corcel inexistente, sorteaba las sombras de los demás viandantes. Normalmente la ecuación entre el camino a recorrer y el número de pasos empleados para cubrir la distancia era de una sincronía perfecta. Pero, la vieja cafetera no había permitido que todo saliese como de ordinario. Sólo la gran pericia de doña Sacramento y la multiplicidad de sus recursos domésticos - en este caso a partir del vinagre- hizo que todo no estuviese todavía perdido: aunque, eso sí, don José se vería obligado a alargar sus pasos, para reducir el número de estos en un 36'7%.
Lo consiguió pese a la gran tensión que tuvieron que soportar sus músculos: aductor mayor, aductor menor, aductor medio, vasto interno, vasto externo, recto anterior, recto interno, semitendinoso, semimenbranoso, sartorio, sóleo, flexor común de los dedos, extensor común de los dedos, tibial posterior, glúteo mediano, tensor de la fascia lata, lámina aponeurótica de la fascia lata, bíceps crural, poplíteo, tríceps sural, tendón de Aquiles, peroneo lateral largo, peroneo lateral corto, ligamento anular anterior del tarso. Aunque no se libró de un buen pellizco que las puertas del vagón del metro le propinaron en los glúteos mayores cuando penetró en éste.
Un confuso baile de cabezas anónimas y, hasta cierto punto, familiares que se entrecruzaban como ingrávidos globos hinchados con gas, un amplio surtido de modelos de zapatos, algunos metros de acera callejera y un bedel, le separaban de transformarse en Pepe por unas horas; como acontecía cotidianamente.
- Salte, y vuelve a entrar.
- Está en otro archivo.
- Haz un “reset”.
- Está en el archivo... del negociado.
Estas y otras similares eran las respuestas que ofrecía a sus compañeros, mientras se dirigía a su destino, que, a su vez, eran correspondidas con frases de interesado elogio, como:
- ¿Si no fuera por ti...!
- Te debo un café.
_ ¡Eres el más grande, Pepe!
- Un día de estos tenéis que venir a comer a la casita.
Como si en su silla se hubiese instalado un artilugio electrónico automático, al sentarse, se escuchaba una voz que desde atrás le reclamaba:
-¡Pepe, un café!
Era su jefe, un sujeto seboso, gandul y cafetoadicto, que gustaba de tomar el primer exprés mientras leía los titulares de la prensa y la información deportiva. Para el resto de las infusiones con que anegaba su cuerpo diariamente, prefería el bar de Purita. Veintitantos años de calabazas, no habían hecho desistir a D. Eufrasio, el jefe, en sus requerimientos amatorios hacia la señora que regentaba el local. La efervescencia producida por las constantes negativas a lo largo de tanto tiempo, le impulsaba a mostrarse frecuentemente atrevido sin reparar en los hijos de ésta que pululaban comúnmente por el negocio, ni por la presencia de su marido oculto, en parte, por el humo de un sempiterno cigarrillo pendiente en la comisura de sus labios y, en parte, por la caja registradora.